lunes, 25 de agosto de 2008

Ficción 1


Días atrás te asaltó el recuerdo de una gran amiga que tuviste en la adolescencia y que aún hoy conservas, una amiga que dedicaba gran parte de su tiempo a pintar, pintar historias, pintar sueños, pero que sobre todo se empeñaba en pintar lo absurdo que habita bajo la superficie de lo cotidiano. Los futuristas afirmaban que no minarían esfuerzos en intensificar el dinamismo de la realidad y hacerla más emocionante, y para conseguir tal proeza, se empeñaron en representar el movimiento de las cosas que les rodeaba y que tanto les impresionaba. Este pensamiento fue el que te asaltó hace unos días cuando tomaste aquel avión que te llevaría muy lejos. Cuando el avión se dispuso a despegar, el movimiento circular de la hélice derecha del avión hizo que por un instante fugaz el mundo que hasta hace un momento te rodeaba y se te presentaba creíble, certero, tomara un cierto matiz de incertidumbre y emoción, la realidad se había convertido en un abrir y cerrar de ojos en otra más emocionante. Como si te absorbiese el movimiento de una gran obra cinética te sorprendiste a ti misma recordando aquellos dibujos que realizaba aquella amiga cuando erais adolescentes. Has de reconocer, que siempre admiraste su seguridad, si bien nunca has podido llegar a saber con total certeza si esa seguridad era real o fingida. Siempre te maravilló su capacidad para ahondar en los profundos abismos de lo absurdo. Creías con total seguridad que era ajena a aquel miedo que solía asaltarle a la de los ojos abiertos. Ella no tenía miedo a no saber nombrar lo que no existe, es más, se podría decir que allí residía el secreto que guardaban sus pinturas, esas pinturas que olvidaban por un momento lo obvio para abandonarse a la locura.
 
Te resulta costoso admitir, que el movimiento impecable y circular de la hélice fuese capaz de florecer en ti sensaciones que nunca habías sentido como tuyas, de pronto todo lo que creías haber aprendido hasta el momento carecía de todo sentido. Y fue a través de esa mágica circunferencia por la que pudiste llegar a imaginarte a tu amiga de pie, siendo protagonista indiscutible de aquellas fiestas que se componían de personas anteriormente seleccionadas con sumo cuidado, y de las que siempre han sido protagonista las vanguardias artísticas. Te la imaginaste allí, segura, altiva, inundada por una gran sonrisa, con esa inocencia fingida que siempre la acompañaba en casos especiales. Te la imaginaste allí, queriendo transmitir a los asistentes el mero hecho de que ella también era capaz de dibujar una ciudad sin cielo, ¿Y por que no? La dibujabas allí, de pie, elegante, esplendorosa, compartiendo con los presentes aquella teoría suya y que nunca se canso de repetirte hasta la saciedad, de que el mejor lugar para limpiarse, eran los calcetines. ¿Entenderían los académicos del siglo XVIII esta manera de ver la pintura? Es obvio que no. Y de pronto comprendiste el porqué. Recordaste la estampa de aquellos ilustres caballeros ataviados de finas medias, y en un solo instante, fuiste capaz de comprender que el problema residía en que aquellos ilustres señores no conocían aun los calcetines. ¿Cómo iban a sospechar que el mejor lugar para limpiarse sería aquello que ni siquiera conocían? Entonces pensaste, que hay que comprender, que aquellos honorables pintores tuvieron que conformarse con limpiarse en sus refinadas medias, y llegaste a la conclusión de que nunca sería lo mismo.
 
El abandono del movimiento de la hélice te ha devuelto de golpe a la realidad. De pronto ha florecido en ti un temor que creías vencido, siempre has creído que lo que se tiene se pierde por lo que se anhela, y lo que se anhela por lo que se tiene. Te ha venido esta sensación acompañada de la duda de si esta querida amiga tuya conservaría intacta esa ingenuidad que la caracterizaba, aunque ésta no fuese sino fingida. Te asaltó la pregunta de si sería capaz de defender ese mundo absurdo lleno de color que dibujaban sus pinturas si se encontrase rodeada de gente dispuesta a escuchar lo que tenía que decirles. Te preguntaste si abandonaría esa ansia de proclamar al mundo entero que sus ciudades no tienen cielo. Quizá en el siguiente viaje, el movimiento circular de la hélice sea demasiado pequeño para albergar en su seno todas aquellas pinturas absurdas, quizá sea necesaria una sala para que todos ellas puedan expresarse libremente, o no, según deseen. Y esta vez, esperas ser parte de ese grupo de gente que escucha como tu amiga los intenta convencer de que tenemos las cabezas como “bolas de barandau”. Entonces tendrás la oportunidad de comprobar si sus ciudades siguen sin dibujar cielos. Tú, llevarás puestos unos calcetines.

Ainize González