Él
Mientras caminaba por el desierto de Wadley, recordé aquello de caminante no hay camino, camino se hace al andar, y así lo hice. Atravesé junto a ella parajes verdes, marrones, amarillos, rojos, y cada lugar por mínimo que fuese el espacio que separa el uno del otro me daba una nueva perspectiva de lo que ante mis ojos se expandía. A cada paso, visualizaba un nuevo cuadro, los colores y formas se fundían en un todo que había que observar con detenimiento y alerta si uno no deseaba que el mínimo detalle se le escapase entre los dedos. Cuando llegamos a San José del Pacífico, a casa de aquel peculiar personaje, un curandero que vivía allí con su esposa y su hijo, el paisaje que ante los ojos se nos manifestaba me hizo recordar a aquellos pequeños personajes que Friedrich colocaba de espaldas al espectador, enfrentándose a la naturaleza, altivos, seguros, consiguiendo mediante este recurso, que el propio espectador se enfrente también a este gran ente que lo observa. La casa del curandero y su familia era de madera, pequeña, acogedora y tenía un gran ventanal en la cocina desde donde los días de sol y claridad se podía observar el mar. Cada atardecer acostumbraba a sentarme frente a ese gran ventanal, y por un momento emulaba al gran Dalí, sólo que había cambiado el gran ventanal de la casa de Cadaqués que le servía de marco para sus cuadros, por este gran ventanal que daba a un mar de nubes y colores. Mientras yo observaba aquel paisaje, ella dedicaba sus horas a charlar con el dueño de la casa. Yo realmente nunca escuchaba las palabras de aquel curioso señor, me atraía más su oscura tez y sus penetrantes ojos negros, puesto que era el personaje idóneo para ilustrar uno de mis cuadros. Mientras ellos charlaban de temas aparentemente transcendentales, yo me dedicaba a mi peculiar lucha con la naturaleza, a la que deseaba atrapar en el lienzo, amagarla, pero que se me escapaba constantemente sin que pudiese evitarlo. Esto es lo maravilloso de este lugar de México, el calor de la madera de la casa de aquel señor y su familia, su peculiar fisonomía, los rojos y amarillos del cielo, el olor a calor del mediodía y esa extraña sensación de que al anochecer las nubes y el paisaje se tornan de un negro impenetrable, sirviendo de marco al intenso color del atardecer que se resiste a desaparecer.
Ella
Dicen que caminante no hay camino, camino se hace al andar, y así lo hice. Atravesé junto a él parajes verdes, marrones, amarillos, rojos, sintiendo como poco a poco me envolvía en un espacio absoluto que era incapaz de abarcar. A cada paso el paisaje parecía un mismo todo y fue en este estado de embriaguez de colores que llegamos a San José del Pacífico, a casa de quien me ayudaría a descifrar todo aquel mundo lleno de color y magia. Fue él quien me enseño que realmente era tras los verdes, amarillos, rojos y azules donde había que buscar. Él fue el que me transmitió, en aquellas charlas que manteníamos al atardecer, mientras mi acompañante se empeñaba en atrapar la naturaleza en un lienzo, esa necesidad de sentirse en contacto con la madre naturaleza, dejar que nos envuelva, es como aquellos pequeños personajes que Friedrich colocaba de espaldas al espectador, en estrecha comunión con aquel ente que le envolvía, formando parte vital de aquello que los románticos y mi propio interlocutor denominan amor, y nosotros denominamos energía y que es lo que realmente mueve el mundo. Si me pides que te describa la casa donde vivía tan peculiar hombrecillo, o cual era el aspecto de éste, me resultaría difícil dibujarlo nítidamente, puesto que era tal la fuerza de sus palabras, que de pronto todo se me tornaba mágico, misterioso, de una naturaleza que es imposible describir con las palabras que existen hasta el momento. Pero ya no son necesarias las palabras, uno ya no necesita de palabras cuando ha llegado a formar parte del todo que la envuelve y protege, ahí es donde se esconde la verdadera magia.
Ainize González