
Del mismo modo que la sombra de Nosferatu, la sombra de Don Joaquín se dibujaba en la pizarra, orgullosa, altiva, como una figura que parece flotar por el juego creado a partir de la luz que surge del proyector. Es como si nos encontrásemos ante dos realidades, una la que se encuentra detrás de Don Joaquín, y que es también la nuestra propia, y la otra, que es a la que él dirige la mirada. ¿Cuál es la real? Cuando acaba la clase, Don Joaquín enciende las luces y se dirige de nuevo fugazmente hacia nosotros para despedirse hasta la próxima clase, entonces pienso, que Don Joaquín pertenece a este mundo que es el nuestro, que no hay en él nada enigmático que lo haga pertenecer al mundo de las sombras y los sueños, y que este mundo no existe sino en mi imaginación. Pero al día siguiente cuando vuelve a apagar las luces, y se coloca de nuevo de espaldas a todos nosotros, y señala con ese largo y torcido dedo los detalles de las diapositivas, las dudas vuelven a florecer en mí, y mi recuerdo viaja de nuevo a esa imagen de Nosferatu subiendo las escaleras, al tiempo que no dejo de evocar aquel pasaje del libro de Job que dice; “Los ojos que miraban ya no me verán y ante tu propia vista dejaré de existir”. He de decir, que Don Joaquín nunca dejo de existir, al menos no ante mi propia mirada.
Ainize González